Un odio protectorctcrema para la cara y las manos sin parabenos
Quiero decir odio y violencia; no como lo ven los dichosos tontos moralizantes pontificantes de Baba Cools. No, el mío, mi odio, el que es mío y que sin embargo siento, intuyo, imagino como potencialmente tan compartido y universal. Hay que decir que mi propio odio no hace mucho daño, en absoluto creo; no lo suficiente, ciertamente.
Y, sin embargo, es muy tangible; bastante palpable y real. Es el odio de los que lo rechazan, lo rechazan, lo tachan de inadecuado, de infantil, de inapropiado; el odio de los moderados que resultan ser en su mayoría cobardes -¿pero a quién le importa hoy la gloria heroica, salvo a otros, kamikazes aún más imbéciles y verdaderamente odiosos?
Pero también es el odio a los extremos que siempre propugnan una forma de virilidad conquistadora, ya sea que se reivindique como derecho de los pueblos o del capital, del proletariado empeñado en recuperar el control utópico de su destino o de un sinfín de racismos mezclados en la misma ignorancia. La estupidez es una antorcha que debemos llevar en alto.
Como dice Víctor de la araña y la ortiga, no Frankenstein sino el bueno de Hugo, amo el odio porque lo odiamos.
¿Odio a quién decide qué?
Demasiados responsables para demasiados seguidores. Soy un esclavo agotado, humillado por demasiadas leyes que me sobrepasan y aplastan, pretendiendo protegerme. Una armadura demasiado pesada para preservarme del riesgo de vivir a la ligera. Es imposible sostener el timón en esta aburrida tormenta. Nada en la distancia. En mis oídos, el estruendo de lo que no se oye. Así que, ¿De qué me serviría la guerra?